Todas las tardes Espe salía a pasear. Sola, sin nadie con
quien hablar, sin nadie con quien compartir sus pensamientos, sus deseos, sus
inquietudes. Y es que había perdido toda la ilusión, creía que ya no podía
confiar en nadie, todo el mundo la había traicionado, no había nada que valiera
la pena. Después de trabajar le gustaba pasear por el bosque, andaba por el
sendero y llegaba al mirador desde donde se veía la puesta del sol tras las
montañas que estaban al otro lado del pueblo. Allí en su soledad nadie podía
dañarla, estaba segura y protegida de la malicia de la humanidad. Después de
siete años de noviazgo había descubierto que José Antonio le ponía los cuernos
con Pilar, su supuesta amiga de toda la vida. Luego había estado saliendo un
tiempo con Aure, hasta que había descubierto que tenía novia. Manu y Toni no
habían sido más que rollos, ella sabía que no eran de fiar, que no eran serios…
y pasaban los años y seguía sola, sin nadie a quien amar, sin nadie con quien
compartir. Y es que no se trataba de sexo, eso no era difícil, años atrás había
tenido algunas relaciones de una noche con otros chicos, Matt en la discoteca,
Álex que la invitó a su casa y el italiano en la playa de quien no recordaba su
nombre. Pero ya estaba harta, eso no la llenaba, ya ni siquiera quería saber
nada de ellos. Ya incluso pensaba que era su culpa, que era demasiado exigente,
que ponía a los chicos un listón muy alto, pero es que lo único que quería era
encontrar a un hombre que la amara tanto como ella a él, ¿era tan difícil?
Ya no aguantaba más, también estaba harta que los clientes, casi siempre viejos verdes, intentaran ligar con ella y luego su jefe… ese gordo
seboso con mujer e hijos había tenido la poca vergüenza de insinuársele… el
mundo de Espe se resumía con una palabra: decepción.
¿Dónde estaba el príncipe azul?, ¿y el caballero andante?,
¿el héroe que siempre salvaba a la chica en los cuentos, películas, libros que
la habían acompañado durante toda su vida?
Pero todo se iba a terminar en unos minutos. Sacó de su
bolsa el tarrito de los antidepresivos que tan poco la habían ayudado. Había
muchos, iba a seguir el tratamiento pero de golpe. Estaba segura que era la
solución. Sacó la botellita del agua. Se llenó la boca de pastillas, las
masticó, tragó, bebió. Se la volvió a llenar, masticar, tragar, beber y así
hasta cuatro veces, hasta que el botecito quedó vacío. El sol poco a poco fue
bajando, escondiéndose de ella, pensaba que era patética y que ni el astro
quería saber nada de ella. Un retortijón la sacudió, se agachó y se tumbó en el
suelo, de lado retorciéndose de dolor, pero su mirada fija en el horizonte. El
mundo empezó a oscurecer a volverse borroso. Escuchó a lo lejos un perro
ladrar, a los pocos segundos el mundo se movió… no, alguien la estaba moviendo
a ella pero ya no sentía su cuerpo, no sentía las manos que la sujetaban, las
manos… las manos… de ¿Miguel?
Vio cómo su vecino la zarandeaba, le gritaba, ¡despierta!, decía, ¡Por favor, no te rindas!, escuchó. Miguel, aquel chico tan amable.
Tan tímido. Se acordó de lo bien que la trató cuando se mudó a aquel barrio, le
había traído aquel delicioso bizcocho para darle la bienvenida. Realmente
siempre había estado allí, en todo momento. Le ayudó con el grifo de la cocina
cuando este se estropeó. Después de haber roto con el capullo de Aure él le
había traído un ramo de flores y le había dicho que ella valía mucho más que
ese tipo. Miguel. No le habría importado encontrar un chico como Miguel para
pasar el resto de sus días, trabajador, amable, cariñoso… Miguel… pero ya no
podía escuchar lo que le gritaba, el mundo se apagaba, la terapia había
terminado.
Mientras Miguel con el rostro cubierto de lágrimas y un
cuerpo inerte apretado entre sus brazos gritaba ¡Te quiero!
Me ha gusta PedroJ.
ResponderEliminarNo deje de escribir.
Un abrazo.