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miércoles, 29 de junio de 2011

Juan y el lobo


Aquella tormenta veraniega pasaría a la historia por litros de agua caídos en el menor tiempo. Juan salió del cortijo garrote en mano. Las ovejas estaban a resguardo en el corral, por lo que tanto alboroto no era normal. Algo estaba sucediendo. Días atrás había aparecido un cordero muerto con heridas que parecían estar provocadas por unas fauces, lo que llevó al pastor a concluir que un lobo andaba por aquellos lares. El saco que se había puesto a modo de chubasquero improvisado, en pocos segundos estuvo calado por lo que carecía de utilidad. Entró apresuradamente en el corral, y una oscura sombra se escabulló por la ventana. Una rápida ojeada le bastó para ver que dos ovejas yacían en el suelo, cubiertas de sangre, aún palpitantes pero muertas. Gritó maldiciones aunque nadie pudiera oírle en aquel lugar apartado de la mano de dios. Corrió fuera tras los pasos del misterioso depredador con intención de hacérselo pagar. Pero bajo las ventanas no había huella alguna.
¿Dónde se ha metido?
Se percató de que la ventana era demasiado alta para que un lobo cualquiera pudiera entrar o salir por ella. Pensó que sería un animal enorme, no se acobardó.
¡Dónde te has escondido!
Pero no salió.
Sin ser consciente, una figura lo observaba. Una sombra en lo alto del espeso algarrobo centenario que había junto a los corrales.
A la mañana siguiente un cálido y primaveral sol brillaba en lo alto. Con pesar, Juan se levantó y fue a cavar un gran hoyo en el que enterrar a los dos animales muertos. El lobo, o el animal que fuese, había chupado la sangre de las desgraciadas.
Luego sacó al rebaño y, macuto a la espalda, se dirigió a las grandes praderas allá en los valles. El campo estaba encharcado por doquier, pero eso significaba que el pasto estaría más tierno para las ovejas. Eso haría que al menos pudiera quedarse un par de semanas más. A finales de invierno, cuando el crudo frío ya había pasado, todos los años Juan partía del pueblo hacia las montañas para regresar antes de agosto. En septiembre, rebaño y pastor volvían allí para los primeros mese de otoño. Hacían falta tres días de camino para llegar a aquellos parajes de ensueño. Muchas personas del pueblo trataban a Juan de lunático, aquellas costumbres ya se habían perdido hacía años. Los piensos industriales habían sustituido aquel nómada modo de vida. Pero a Juan no le gustaba, las ovejas eran mucho más felices brincando a sus anchas por los prados, y él también. Eso le proporcionaba el tiempo que necesitaba para componer poesía, su gran pasión. A pesar de las malas palabras de sus vecinos, parientes y amigos (su novia incluida) no pensaba dejarlo. Eso le hacía sentir vivo, feliz.

A mediados de agosto la hierba empezó a secarse, eso era la señal, era hora de volver a casa.
A su regreso, Juan no encontró la bienvenida esperada. Su novia Amparito se había cansado de estar siempre esperándole y había empezado una relación con Chema, el panadero. Al poco tiempo se supo que estaba embarazada y por supuesto Juan no era el padre. Pero en el fondo, el pastor lo sabía, sabía que aquello iba a pasar tarde o temprano. Nunca le leyó los versos que le había escrito y no le quedó más remedio que aceptarlo. A su sorpresa, la decepción fue menor de lo esperado y su vida continuó igual. Ahora tenía trabajo, esquilar las ovejas para vender la lana, vender la leche y los quesos, vender los corderos, etc.
A finales de septiembre el pastor volvió a preparar su bolsa, y junto al rebaño partió de nuevo a las montañas. A medida que se acercaba el aire puro lo impregnaba de aromáticas fragancias y sentía la vida regresar. La amargura, la oscura frialdad del se humano desaparecían. A finales de septiembre, con las grandes lluvias, debería regresar al pueblo.
En aquella ocasión llevaba consigo un instrumento nuevo. Algo que nunca había usado, la escopeta que su abuelo había llevado en la guerra, un arma que oficialmente no existía, que había permanecido oculta en un polvoriento baúl en el altillo de la casa, un instrumento que odiaba.
Ver de nuevo su viejo y frío cortijo le inspiró un nuevo poema.
Los días transcurrieron con normalidad, pero al séptimo día de estar allí un cordero y una oveja joven volvieron a aparecer asesinados, con grandes mordeduras en el cuello y sin apenas sangre en el cuerpo. Entonces Juan decidió a partir de ese momento montar guardia por las noches, escopeta en mano. Su intención era acabar con aquel chupacabras del infierno.
Pasaban los días y nada sucedía, y la falta de sueño empezaba a menguar las fuerzas del pastor. Pero al sexto día de la segunda semana algo le disturbó su incómodo sueño, sentado en un montón de hierba seca apoyado en el fusil. Una oscura figura descendió desde la ventana. Una fantasmal figura negra de forma humana. No se había dado cuenta de que el pastor estaba apuntándola con el arma. Con un veloz movimiento se abalanzó sobre las aterradas ovejas. A Juan no le fallaron los reflejos y disparó. Falló, era demasiado veloz, revelando su posición al depredador. La figura huyó y saltó a la ventana. Pero allí su rostro se volvió clavando unos ojos claros en los pardos de Juan. Era una muchacha. Una preciosa muchacha de pálida tez, ataviada con una negra túnica con capucha. El pastor no encontró valor de disparar y la sombra saltó al exterior.
El chico pronto reaccionó y se apresuró tras aquel bello ser.
La divisó en lo alto del algarrobo. Enseguida ella saltó, prácticamente planeó, hasta un pino que había metros atrás. Pero Juan no se rindió y corrió tras ella. La luz de una inmensa luna llena era su aliada y, aunque eran profundas horas de la noche, su vista ya adaptada a la oscuridad veía relativamente bien.
Saltando de árbol en árbol se internó en el frondoso bosque de pinos. Juan corrió y corrió, haciendo caso omiso a los rasguños y magulladuras provocados por las ramas, rocas y raíces. Se torció el tobillo, pero aguantó el dolor y continuó corriendo, así durante cerca de una hora.
De repente la perdió de vista. Buscando, tras un espeso matorral encontró una cueva. Parecía la entrada de algún  templo antiguo, ya que en la roca había grabados, que debido a la erosión y la insuficiente claridad de la noche, Juan no podía apreciar bien. Sin pensárselo dos veces entró en ella. Anduvo largo tiempo en la completa oscuridad. La cueva descendía hacia el interior en dirección al centro de la tierra. El aire estaba viciado y el calor empezaba a hacerse insoportable. Cuando las fuerzas empezaban a flaquear, sudoroso y exhausto Juan divisó una tenue claridad. Corrió hasta alcanzarla.
Desembocó en una pequeña sala, húmeda y cubierta de polvo, iluminada por una oxidada lámpara de aceite colgada en una pared. En el centro, había un gran ataúd negro. Le pasó la mano por lo alto quitándole el polvo y descubrió que a pesar de que debía de tener cientos de años, el barniz de la madera estaba implacable. Con dificultad abrió la tapa. Estaba vacío. Su acolchado blanco estaba inmaculado.
De repente se sobresaltó al notar una sombra moverse a su espalda. Se giró tan rápido como pudo pero ya fue demasiado tarde, tenía al depredador encima. Cayó de espaldas con aquella extraña muchacha encima. Dos miradas se cruzaron y el poeta no encontró palabras para tal deslumbrante belleza. Ella parecía asustada, Juan se sentía incapaz de moverse. Despacio, ella acercó su rostro, sacó sus colmillos y los clavó en el cuello de su presa.
Juan esbozó una sonrisa reflejando el placer sintiendo los labios de la chica en su cuello. Y poco a poco su vida se fue apagando hasta finalmente extinguirse. Así, el séptimo día descansó.
La muchacha chupó hasta vaciar la sangre del cuerpo del chico sin poder contener las lágrimas. Por primera vez en su longeva vida lloró. Sin él saberlo, había estado observándolo durante años. Ella recordaba perfectamente la primera vez que lo vio, joven y tierno. Lo había amado desde la distancia, en silencio. La tristeza se adueñó de su fría alma, cogió con facilidad el cuerpo inerte del pastor y lo introdujo con suavidad en el ataúd. Ella se tumbó a su lado y encontró la anhelada muerte que buscaba. El ser inmortal murió finalmente de tristeza.
Y aquellos dos cuerpos se convirtieron en el mismo montón de tierra.
Mientras, las ovejas al encontrar la puerta del corral abierto, salieron a la intemperie y vivieron felices para siempre en libertad.

FIN


13 comentarios:

  1. Un relato lleno de emociones con ese aire de misterio para rematar con un interesante final. Besos!

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  2. Un relato ágil que mantiene la atención del lector, con un cierre inesperado. Se supone que lo normal en los vampiros es vivir eternamente. Me gustó.

    Saludos cordiales.

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  3. El vampiro que muere. Una grata novedad.Abrazo!!

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  4. Buenísimo el relato me encanto el final...y ya sabes que los vampiros son mi debilidad...
    lo amaba en secreto...para no causarle ningún mal...un relato magnifico...besitos eternos....

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  5. Me gusta venir a tu blog para saborear tus relatos, que siempre me enganchan, amigo mío, no dejes nunca de escribir.

    Mi felicitación y mi beso.

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  6. Jejeje, qué relato!!!!
    Aunque tiste... no me gustan los finales tristes!! Se nota? Jejeje.
    Un cariño!!!!
    PRINCESA ADORA
    www.labandasiguiotocando.blogspot.com

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  7. Brillante relato con un final maravilloso. Me encantó. Un abrazo.

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  8. Buen relato que atrae la atención del lector desde el primer momento manteniéndolo en vilo hasta el final. Narrativa ágil y sin florituras innecesarias.
    Saludos, y un abrazo.

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  9. Me ha enganchado de principio a fin. Genial, me ha encantado.
    ¡Te felicito!
    Un abrazo.

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  10. Vengo a desearte un buen comienzo de semana y muchas gracias por visitarme en mis blogs...besitos muy cariñosos...

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  11. Hay amores que matan...

    Que final tan inesperado... En ningún momento pensé que el depredador pudiera ser un chica.

    Me gusta la imaginación que le echas a las letras, me gusta tu creatividad.

    Un beso.

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  12. Volví para leerte nuevamente y a dejarte un abrazo.

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  13. Hola chaval...

    una de vampiros..

    no está mal para empezar..

    Un besazo

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