Las cosas nunca son lo que parecen ser.
Aquel día me desperté con un espantoso dolor de cabeza. Mi
ropa estaba tirada en el suelo, bueno, al menos parece ser que me la había
quitado, porque lo cierto es que no me acordaba de cómo había llegado a mi
cama. Maldito Luis, qué coño nos habría dado aquella noche. Al menos estaba en mi cama, eso sí. Tenía sed,
mucha sed, la boca me sabía vómito y parecía que hubiera estado la noche
comiendo corcho. Pero no me levanté, me puse boca arriba y observé el techo
gris de mi habitación. Y empecé a recordar, lo primero que me vino a la mente
fue Verónica. A pesar de mi estado no pude evitar tener una erección, ¡cómo me
gustaba! Su largo pelo azabache, sus ojos oscuros, sus labios carnosos… sus
labios. Recordé, y olí los dedos de mi mano, y los aromas dulces del amor me
embriagaron. Con todavía diecisiete años mi experiencia sexual era nula,
inexistente, y por una vez que había cruzado el límite, que había roto las
reglas, roto las leyes, y ni me acordaba. Pero por Verónica habría hecho
cualquier cosa, lo que fuera, entonces y ahora. Verónica, con su piel tostada,
sus pequeñas y suaves manos, su piel… Verónica.
No sé cuánto tiempo pasé observando las musarañas pero
cuando me levanté fui directo a la nevera. Me cagué en todo, no tenía agua, así
que tuve que beber leche, no era lo mismo. Quedaba menos de un mes para que mi
vida como ciudadano empezara. Me iban a poner el traje verde, todos los chicos
de mi edad estaban entusiasmados con ello pero no era mi caso la vedad. A partir
de ahora iba a empezar a dejar de morir. Sí, tal como suena. Hace casi ochenta
años el químico halló un nuevo elemento. Un elemento que había venido del
especio en un meteorito. Este tal Joseph Klose no sólo había descubierto un
elemento milagroso sino que además era fácil de reproducir.
Nota: no sé cuando
escribí esto ni hacia dónde iba la historia, mi cerebro la ha borrado de mi
mente, pero bueno, aquí la dejo.