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jueves, 6 de enero de 2011

León

Relato escrito para el curso de Escritura Creativa realizado entre mayo y agosto de 2010 en yoquieroescribir.com. Este es el relato corto que teóricamente saldrá a la venta en bubok.es junto a los de mis compañeros. (Taller de escritura de Carmen Posadas y Gervasio Posadas)


Como era costumbre por aquellas fechas, llovía a mares. Aunque eran apenas las seis de la tarde la ciudad estaba sumida en la penumbra. León, como otras tantas veces acudió al callejón sin nombre y allí bajo la pequeña cornisa estaba, como siempre inmutable, Mendigo, sentado entre la mugre en su trono hecho con una caja de plástico al revés y acolchada con cartón.
-         ¿Qué ha sucedido esta vez pequeño? – el repiqueteo de la lluvia hacía difícil la escucha de la serena voz del harapiento hombre.
El niño había salido a la calle en pijama y descalzo, su pelo castaño estaba aplastado por el peso del agua que caía sobre su cabeza.
-         Mi papá… - sorbió los mocos que le llegaban hasta la boca, sus sollozos le impedían hablar firmemente – ha vuelto a hacerlo – tenía los ojos cerrados con fuerza y los puños apretados.
-         ¿Dónde está tu hermana? – a pesar de tener la piel casi negra, el sucio mendigo tenía el bigote y la barba blancos como la nieve y contrastaba aún mas con sus azabaches ojos.
-         .Está bien, dormía cuando ha pasado, ella no se entera de nada.
-         Mejor, es muy pequeña para entender lo que está pasando, te aseguro que si pudiera le enseñaría lo que es bueno a ese mal nacido, pero… – dio unos golpecitos a su pierna de madera – no puedo.
-         ¿Qué puedo hacer? – el pequeño abrió los ojos.
-         Debes proteger a tu hermana – el niño asintió.

Cuando el pequeño León llegó a su casa la encontró sumida en el silencio. El ensordecedor ruido de la tormenta se había tornado un murmullo relajante. El niño encontró a su madre dormida profundamente en el sofá. La única iluminación del salón era el tenue resplandor de los relámpagos lejanos cada cinco o seis segundos. Se acercó a ella. Respiraba profundamente, al menos aquella vez su padre no la había obligado a acostarse con él. León la besó en la mejilla, ella al notar su presencia lo abrazó, sin importarle que estuviera empapado. Finalmente se durmió, lo último que vio, fue el oscuro cardenal que su madre tenía alrededor del ojo.

            El capitán Tigre Felinus era uno de los hombres preferidos del emperador, por lo que pasaba largas temporadas en las guerras. Tenía muy alta reputación, en la batalla era frío, despiadado, infalible y en público un hombre amable, generoso y muchas de las mujeres más bellas de la ciudad se derretían por estar en sus brazos. Era alto, apuesto, de físico envidiable y sus ojos verdes podían conquistar fácilmente. Después de haber liderado la conquista de otro mundo volvió a su casa para estar unos días de vacaciones con su querida familia. Pronto volvería a subirse en una nave y partiría de nuevo a la guerra.

-         Vamos mocoso, hoy vas a aprender a disparar con la pistola.
A León le extrañó que le hablara, nunca le prestaba atención, y lo prefería así.
-         Tengo que ir a la escuela – le respondió temerosamente.
-         He dicho que hoy vas a aprender a disparar – bufó - ¿qué harás cuando el enemigo te esté apuntando con el arma? ¿leerle un cuento?
Lo llevó a un bosque que había a las afueras de la ciudad. El cielo estaba cubierto pero había cesado de llover. Padre e hijo se adentraron en sus profundidades.
-         Vamos a buscar a algún animal, luego lo matarás.
León asentía pero nunca le contestaba. A diferencia de su padre, que llevaba unas botas militares hasta las rodillas y un grueso e impermeable abrigo, el niño sólo llevaba unas zapatillas corrientes y notaba como los pies se le helaban debido al agua que le entraba. El jersey de lana que llevaba era insuficiente para protegerse del frió y la humedad.
 Estuvieron más de una hora agachados detrás de un matorral observando una charca en donde frecuentaban algunos animales. A León le dolían las piernas pero no se atrevía a cambiar de postura por miedo a enojar a su padre.
-         Mira – le susurró – allí tras aquella roca hay algo – le dio una pequeña pistola del ejército imperial demasiado grande en las menudas manos del niño – cuando salga mátalo.
Un noble antílope pardo con dos grandes cuernos salió de detrás de una roca. Debía de haber salido de su cueva para beber y comer. Tras ella lo seguía su grácil retoño dando pequeños brincos juguetones.
-         Mátalo.
León titubeó, observó a los dos felices animales bebiendo en la charca y sintió lástima y a la vez envidia.
-         Mátalo – en la voz de su padre empezaba a notarse la ira.
Apretó los ojos y disparó. La pequeña pistola era de gran potencia y perforó al animal fácilmente que cayó al suelo. La pequeña cría brincaba nerviosamente y balaba junto a su madre.
-         Mátalo también.
-         Pero si es solo un bebé.
-         ¡Mátalo! – dijo con los ojos ardientes de rabia.
El niño disparó mientras las lágrimas le resbalaban por la mejilla. No falló.
Su padre le dio un bofetón en la cara.
-         No vuelvas a desobedecerme.
Volvieron a casa, en el fondo León sabía que en el futuro aquello le serviría para algo, “el próximo serás tú” pensó.
El capitán Tigre Felinus pasó unos cuantos días tranquilo. Los estupefacientes que tomaba le proporcionaban energía al principio pero a los dos días lo dejaban exhausto. El pequeño León iba a menudo a ver a su viejo amigo Mendigo. Siempre le contaba historias divertidas de tiempos antiguos, le gustaba aquel anciano.
Las heridas de su madre empezaban a cicatrizar, aunque la que tenía en el alma era ya incurable. Lo único que le aliviaba el tormento era su pequeña hija Panterra, siempre tan serena, tan cariñosa, con sus graciosos ricitos rojos; nunca sabía dónde andaba el inquieto León.
            Una tarde, cuando León regresó a su casa, la encontró en silencio. Volvía a llover por lo que iba empapado. Su madre estaba en el sofá, como siempre. Se acercó a ella y le acarició la cara, pero algo iba mal. Estaba helada, le toco las manos y también lo estaban.
-         ¿Mamá?
Se tumbó junto a ella y la abrazó para darle calor, pero no fue correspondido. Allí tumbado notó algo viscoso en el sofá. Se levantó y descubrió que su ropa estaba manchada de carmesí.
En el fondo sabía que aquello iba a pasar. Se fue al dormitorio de sus padres y allí lo encontró, durmiendo plácidamente. León sabía dónde guardaba el arma, en el cajón de la cómoda, con sus calzoncillos. Tal y como le había enseñado su padre, le quitó el seguro y apuntó. Colocó el dedo en el gatillo y en el momento que disparaba descubrió que su hermanita lo estaba mirando. Con una mirada crítica, inmutable, “no está bien, ella no debe verlo” y desvió a tiempo el arma alcanzando a su padre en la pierna. El hombre se despertó sobresaltado y entre maldiciones. El niño se guardó el arma en los calzones agarró a su hermana en brazos y huyó. Junto a la puerta de la habitación se detuvo un instante.
-         Algún día regresaré y te mataré.
Cuando su padre le contestó ya estaba lejos y no pudo escucharlo, solo oyó gritos de dolor y rabia.

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-         ¿Estás seguro de que queréis venir conmigo? – preguntó el harapiento hombre de barba albina.
-         Sí, por favor, llévanos contigo.
-         Muy bien, os advierto que tendréis que estudiar.
-         Estudiaremos – respondió el niño.
-         Y no tendréis una vida fácil.
-         No importa.
-         Os llevaré con migo, pero antes tienes que darme lo que guardas ahí – señaló con el dedo.
León le entregó la pistola.
-         Buen chico – le dedicó una amable sonrisa.
Dio unos golpecitos en la pared del edificio. Los ladrillos se movieron y una puerta secreta se descubrió.
-         Pasad, sed bienvenidos.
El niño se secó las lágrimas con la manga y con su hermana en brazos entró.

Entonces, en aquel momento, el sol salió.

¿FIN?

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