El cuerno del
pescadero, la caracola, anunciando su producto fresco sonaba cuando entré por
el grueso portón de madera maciza de la iglesia de Sant Joan. Yo la verdad es
que no soy muy devoto por lo que mis visitas a las iglesias se pueden contar
con los dedos de una mano, y prácticamente cerrada. Lo que me había llevado
allí, a aquel recóndito y acogedor pueblo había sido simplemente una faena.
Trabajo en una empresa de pintura y restauración y dado que los obreros
voluntarios de la parroquia no se habían puesto de acuerdo. El padre Fernando,
párroco en todo el municipio, había decidido contratar una empresa externa, ya
que las fiestas del pueblo estaban al acecho y todavía quedaba mucho trabajo de
mantenimiento.
-
Miguel
me has dicho que te llamas ¿no? – dijo el párroco después de carraspear a
consecuencia de un tic crónico – debes pintar el interior de la iglesia. Pero no
será tan simple, huum, huum, hay manchas de humedad, me gustaría que las
sanearas.
Con el cálido sol primaveral que bañaba
los edificios blancos del pueblo, es cierto que el interior del edificio
sagrado era tremendamente frío y húmedo. Las viejas y gastadas baldosas de
color rojizo sostenían unos apretados e incómodos bancos de madera que se unían
ente sí por unas tablillas en la parte de los reposapiés. A los lados los santos de miradas tristes
flanqueaban la sala bajo la inmensa cúpula blanqueada. Al frente, de anfitrión
el patrón del pueblo, Sant Joan con el brazo levantado solemnemente.
Otro
de los trabajillos extras, era detrás del confesionario, situado a la derecha,
en la entrada. Lo habían movido para sanear unas feas manchas negras de humedad
que parecía que iban a darme trabajo. Don Fernando me dejó a solas para que me
pusiera manos a la obra, se fue por la puerta que había a la derecha de la eucaristía.
Fui a la camioneta a por las herramientas de trabajo y me puse manos a la obra.
Estaba encantado de tener trabajo, con la crisis las cosas andaban muy mal, y
mucho peor aún en el pueblo. Desde que había llegado a la isla las cosas no me
iban mal. Un amigo me había conseguido ese trabajo y la verdad es que estaba
muy satisfecho de tenerlo.
Pero
algo inusual iba a ocurrir en aquella iglesia, algo que cambiaría mi vida para
siempre. Mientras rascaba con la espátula la oscura pared en donde iba el
confesionario de la antigua pared hecha con piedra viva y arcilla empezaron a
desprenderse trozos de tamaño considerado. Me di cuenta de que había una
especie de cuadro que estaba hecho con piedras planas de tamaño pequeño que
tapaba un hueco en la pared. Seguramente eso recién hecho no se notaba, menos
aún con el confesionario encima pero la humedad había hecho estragos. Lo
primero que pensé fue que iba a tener más trabajo de lo que pensaba pero pronto
descubrí que aquello era algo extraño, algo había oculto en aquel hueco. Llamé
al padre Fernando que rápido acudió. Mientras bajaba por los escalones, la
cortinilla que tenía como pelo se le levantaba ridículamente.
-
¿Qué
sucede? Huum, huum… - cuando vio aquel agujero su expresión de extrañeza debió
de ser parecida a la mía.
Cayeron unos trozos más de cascotes
y me pareció ver una especie de luz que
procedía del interior del hueco que de inmediato se extinguió. Había algo ahí
dentro.
-
Vamos,
cójalo – me dijo más intrigado que yo el párroco habiéndole desaparecido el
tic.
Metí la mano algo temeroso. Palpé con
cuidado y sólo encontré un pequeño aro de un metal dorado. Estaba lleno de
extraños símbolos grabados que en mi vida había visto. Parecía ser algo
completamente desconocido también para el Padre Fernando. Le pasé el extraño
artefacto que examinó detenidamente.
-
Lo
mejor es que de momento no digamos nada y que evitemos un revuelo mediático –
habló al final el cura – hazme un favor huum, huum, yo estoy muy ocupado,
¿puedes llevárselo al Padre José?
Estuve a punto de rechistar, pero lo
cierto es que yo también estaba muy intrigado. Y pese a ser sólo el pintor, lo
hice. Me extrañó la confianza del sacerdote pero tampoco le di más importancia.
El padre José era el antiguo párroco del
municipio que por su avanzada edad se había visto obligado a jubilarse, tenía
la friolera de noventa y un años y vivía en un pueblo cercano completamente
rural perteneciente al mismo municipio, Sant Vicent. El señor vivía en una casa
payesa junto al bosque y un torrente que estaba a no mucha distancia de la
iglesia de dicho pueblo. Para encontrar la casa pregunté a dos niños que
jugaban al fútbol en un descampado cerca de la carretera.
Don
José era un hombrecillo pequeño, encorvado, flaco como un podenco. Vestía
completamente de negro contrastando con la palidez de su piel. Pese a ello
conservaba bien el pelo siendo éste de color blanco. Cuando me abrió la puerta
salió con sus gruesas cejas grises fruncidas encima de sus pequeños ojos
claros. La mueca en su rostro surcado
por prominentes arrugas con los labios apretados me invitaba a salir de allí
corriendo, pero hice de tripas corazón.
-
¿Quién
demonios eres tú? – dijo sin preámbulos con voz ronca.
-
Disculpe
que le moleste señor soy el pintor que han contratado para adecentar la iglesia
de Sant Joan, he encontrado éste artefacto oculto en las paredes…
De repente el anciano abrió sus pequeños
ojos cual lémur y me dio un fuerte empujón tirándome dentro de un baladre que había
junto a la casa. Un disparo de bala impactó en la puerta a escasos centímetros
de don José.
-
No
tienes ni idea de lo que acabas de encontrar muchacho – me dijo antes de arrebatarme
el aro de las manos yo aún tendido boca arriba.
Un hombre salió de un Mercedes negro y
corrió hacia nosotros pistola en mano. El párroco jubilado entró en la casa con
el extraño objeto en mano cerrando tras de sí con llave. El agresor que había
intentado matarnos, un hombre con apariencia de gorila, enorme, oscuro, me
propinó un fuerte golpe con la culata de su Magnum dejándome inconsciente.
Antes de perder el conocimiento por completo pude ver como aquel hombre
derribaba la puerta de una patada, después oscuridad.
Me desperté con un tremendo dolor de
cabeza, parecía que los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgaban dentro de mi
cabeza. Pero hice un esfuerzo y me puse en pie. La puerta estaba abierta de par
en par, el marco estaba reventado del golpe sufrido. Corrí al interior de la
casa. La puerta desembocaba en el lateral del portxo, sala principal de las casas payesas de la isla. En él había
lo básico. Un viejo sofá en el centro, un pequeño televisor y una chimenea
llena de cenizas. El suelo no estaba embaldosado, estaba hecho de la manera que
se hacía antiguamente, de arcilla con argamasa que bien podía ser sangre de
cerdo. Don José estaba tumbado boca abajo entre el sofá y una pequeña mesa de
lo más rústica frente a la tele. Corrí a su lado y le di la vuelta. Estaba en
un charco de sangre pero vivo aún. Le habían disparado en el estómago.
-
Aguante,
voy a llamar a la ambulancia…
Pero me agarró del brazo y me detuvo.
-
No,
para mi es demasiado tarde – dijo con un hilo de voz – tienes que detenerlos,
sólo tú puedes hacerlo.
-
¿Cómo?
Usted está delirando, no se preocupe que enseguida estarán aquí…
-
¡¡Nooo!!
– gritó – debes ir a Sa Cova des Culleram, ellos han ido allí, me aseguraron
que si no se lo decía matarían a mi hija – su voz temblaba - la humanidad está
en peligro.
Yo no entendía nada, casi me dio risa,
pero el anciano se estremeció y escupió sangre por la boca. Después se quedó
inerte para siempre. Más tarde descubriría que su intención era matarme a mí
también y que los agresores habían tenido que huir apresuradamente al ver gente
en las proximidades. Salí de la casa en estado de shock. No hacía más que
preguntarme que qué diablos hacía yo metido en ese embrollo. Pero el párroco
retirado había muerto por ese dorado objeto, esos significaba que se trataba de
algo grave. Así que cogí la Renault Exprés y me puse rumbo a la cueva que no
quedaba lejos de allí.
No
me costó encontrarla. Cuando llegué allí el coche estaba en el pequeño
descampado donde desembocaba el estrecho camino montaña arriba. El cuatro por
cuatro del que había salido el matón con túnica, asesino del anciano estaba
allí. Así que cogí lo más parecido que encontré a un arma de la furgoneta, una
maceta y una espátula y tomé el sendero que descendía al pequeño santuario sin
pausa pero en guardia. Sa Cova des Culleram es un antiguo santuario dedicado a
la cartaginesa Tanit diosa del amor y la fertilidad. Es un yacimiento de los
más importantes de la isla, se supone que los cartagineses ya usaban dicho
templo en siglo V antes de cristo. No era horario de visitas y la cueva debía
de estar cerrada, pero no era el caso.
Había dos hombres, el agresor y el que
conducía al que no había podido ver. Maceta en mano entré por la puerta. La
verga había sido forzada. La cueva era muy pequeña y oscura. Enseguida oí a los
dos hombres que hablaban. Escondido, agachado detrás de una roca en la entrada
los escuché y observé. Me sorprendió descubrir que el segundo hombre era el
padre Fernando. Él lo había hecho ir a casa de su antecesor por algún motivo,
por su culpa don José estaba muerto.
-
Maldita
sea – hablaba don Fernando sin tic aparente – has matado demasiado rápido al
viejo. Ahora yo no sé cómo ni dónde se abre la ermita.
-
Deje
de quejarse y siga buscando, al menos nos ha confesado el lugar dónde está.
El otro hombre llevaba también una
sotana. Era de piel oscura y tenía acento portugués. Medía más de dos metros y
pesaría más de cien kilos.
Ambos hombres buscaban, palpaban entre
las rocas lo que parecía ser una hendidura. Yo observaba inmóvil sin saber qué
hacer. El gigante finalmente encontró entre una roca que hacía de altar y una
pared una extraña raja.
-
¡Lo
hemos encontrado! – gritó excitado el capellán.
Introdujeron el disco en la hendidura.
Hubo un crujido y una roca se abrió dando paso a un profundo pasadizo que
descendía hacia el interior de la montaña.
Me arrepentí de estar allí. No pensaba
seguirlos, me iba a ir a casa y olvidar todo aquello. Pero alguien me delató,
alguien inesperado.
-
¿Se
puede saber que diantres hacéis aquí dentro? – me sobresalté. Una voz femenina
nos sobresaltó a los tres, de hecho nos hablaba a los tres por lo que mi
escondite ya no servía de nada. Mis dos enemigos todavía lo suficientemente
cerca se dieron la vuelta tan sorprendidos como yo.
Una chica pelirroja estaba tras de mí,
con los brazos en jarra mirándonos enojada. Su rostro de piel clara, redondito
y moteado de pecas rojas tenía mueca de enfado provocándole unas ligeras
protuberancias entre sus cejas anaranjadas. Pero pronto cambió, cuando el
hombre más grande sacó la Magnum de algún bolsillo de su túnica. La agarré por
la manga de su blusa y le di un tirón para que justamente el disparo no atinara
a darle en la cabeza.
Chilló asustada, sorprendida, yo intenté
silenciar en vano sus gritos.
-
Cálmate
– le grité.
Al ver la preocupación en mi rostro se
percató de la situación y al menos dejó de chillar.
-
Lo
siento chicos pero no es nada personal – dijo don Fernando – pero sabéis
demasiado, habéis visto demasiado. Romualdo, acaba con ellos y ata el cabo que
hemos dejado suelto.
El gigante empezó a aproximarse hacia
nosotros lentamente mientras escuchamos los pasos del cura de Sant Joant que se
adentraban en el túnel que había aparecido ante ellos.
-
Salid
de ahí chicos – dijo Romualdo con una voz tan fina que no parecía proceder de
aquel cuerpo monstruoso – y os prometo que será rápido.
No sé de dónde saqué las fuerzas ni el
valor pero agarré con fuerza la maceta que llevaba me levanté velozmente y se
la arrojé atinando en la pistola. No fue muy lejos pero nos dio el tiempo
necesario para salir de la cueva y huir. El hombre mulato no tardó en
perseguirnos, y con la pistola que llevaba teníamos todas las perder. No
seguimos el camino que ascendía a la explanada que llevaba a los coches,
corrimos por un pequeño sendero de ovejas que descendía más directo a la
carretera montaña abajo. Un sonoro disparo impactó en un árbol cerca de mi
oreja pero seguimos corriendo. La chica, que luego me enteraría de que era la
guía de Sa Cova des Culleram y de que se llamaba Neus tropezó. Corrí en su ayuda
para que se pusiera en pie pero ya nos había atrapado.
-
Lo
siento chicos.
Pero una piedra impactó en el rostro de
Romualdo cayendo de espaldas. Una robusta figura salió de entre los matorrales.
Era un hombre de apariencia árabe y que vestía una gruesa chilaba gris con
capucha de punta luciendo una poblada
barba. Nos miró inseguro y nos preguntó:
-
¿Dónde
está Fernando? – apenas tenía acento, su dominio del español era más que
correcto.
-
Han
encontrado una cueva y ahora él ha entrado en ella.
-
¡Maldición!
– exclamó – tienes que detenerlo, la humanidad depende de ello.
Romualdo había perdido la pistola pero
ya estaba de pie dispuesto a enfrentarse al desconocido que acababa de
salvarnos. Yo no sabía qué hacer, en esta ocasión Neus reaccionó antes que yo.
-
Ve
que yo no puedo andar muy bien que me he hecho daño – me dijo.
-
No
puedes perder tiempo – insistió el hombre de la barba.
Latino y árabe se enzarzaron en un duro
combate. Los dos eran fuertes pero ágiles, pegaban, recibían, esquivaban.
Cayeron al suelo agarrándose el uno al otro por el cuello. Pero yo no vi el
desenlace, ya corría para atrapar al cura que me había metido en éste enredo.
El túnel encontrado por nuestros
enemigos descendía en línea recta hacia el interior de la montaña. Pero
desembocó en un puente que estaba sobre un inmenso socavón. En el centro del
descomunal agujero había un trozo de roca que era a donde llevaba el puente
hecho de barras de acero y tablas podridas. Pese a ello conseguí cruzarlo sin
que se rompiera ninguna. Había una extraña luz azulada que provenía de algo en
el centro de aquel fragmento de roca en medio de la nada. Allí estaba Fernando,
hablando sólo.
-
Mi
señor pronto te liberaremos, pronto serás libre – repetía una y otra vez.
Entonces algo increíble descubrí, algo
que mis ojos veían y no creían. La mórbida luz surgía de unos cristales que
tenían cautivo a algo extraño. No podía entender bien sus facciones pero tenía
forma humanoide, no así su tamaño que al menos mediría cinco metros. Había una
roca en forma de atril junto al monstruo y todo se conectó en mi cerebro. El
aro que había encontrado era una llave, y esa llave estaba a punto de liberar a
algo que la humanidad no estaba preparada para recibir. El padre Fernando iba a
liberarlo. Mis piernas empezaron a correr, correr a todo lo que mis fuerzas
podían. El aro ya estaba en su ranura pero llegué antes de que lo presionara lo
suficiente y lo arrollé. Ambos rodamos por el suelo en el borde del precipicio.
Forcejeamos.
-
Maldito
mocoso insignificante – me gruñó el párroco en un tono desconocido para mí – no
sabes lo que haces, fue un gran error dejarte con vida antes, pagarás esta insolencia.
Me tenía agarrado por el cuello, encima
de mí, yo tendido de espaldas. Pensé que era mi fin, aquel hombrecillo tenía
más fuerza de lo que jamás habría imaginado y me estaba ahogando con sus manos.
Entonces encontré mi espátula en el bolsillo, la agarré con todas mis fuerzas y
se la hinqué en la espalda. El gritó desgarradoramente intentando llevarse las
manos a la herida. Entonces con mis piernas lo levanté por encima de mí
precipitándose a la oscura inmensidad de
la falla.
Corrí y
desencajé el disco. La tenebrosa figura, por suerte, seguía durmiendo.
Unos minutos más tarde se presentaron Neus
con el árabe y otro chico. Se presentó como Gaizka Arizaga, castaño delgado y de piel clara. Era
uno de los muchos guardianes de los sellos. Él se encargaba de uno en el
Pirineo vasco al igual que el marroquí Abdelbaki El Moussaoui que guardaba el
sello de una pequeña mezquita olvidada en las montañas del Rif. Como me
explicaron, aquel ser encerrado no era el único en el mundo había muchos y
había muchos guardianes. Me explicó que en las culturas más antiguas conocidas
de oriente medio ya había referencia a aquellos seres, ya se hacían sacrificios
humanos en sus nombres. A la diosa Tantit seguramente la habían adorado en
aquel santuario precisamente para que les protegiera de aquel monstruo. En la
religión cristiana eran nombrados como ángeles caídos. Se desconocía su
procedencia, su edad, pero lo que se sabía que un solo de aquellos seres podía
desencadenar la extinción de la raza humana. Pero había una oscura hermandad a
la que precisamente llamaban los Oscuros, también en otras religiones y
culturas se les conocía como genios,
djinn o imps, que pretendían liberarlos y don Fernando era uno de ellos. Lo habían
descubierto y habían acudido lo antes posible para ayudar al antiguo y jubilado
guardián, el pobre padre José. La intención de los Oscuros era liberar a la
criatura, lo peor era que probablemente otro de ésta tétrica hermandad
aparecería y debíamos de estar ahí para impedírselo a toda costa.
De hecho Neus y yo somos los nuevos
guardianes y no vamos a permitir que ninguno de vosotros os acerquéis al
demonio que duerme plácidamente en el interior de la montaña.